Este ha sido un viaje iniciático: me trajo de
vuelta a la adolescencia. He visto en una película mi vida en el contexto del
lugar en el que nací y cómo fui llegando hasta hoy. No es fácil vivir espiándose,
pero ha sido la forma en que puedo reconocerme, darme una historia, un lugar y
una pertenencia porque lo demás, es solo construcción del personaje.
Pienso en
“mi vida” en México, en “mi vida” en Campeche, y hasta ahora logro entender
porqué es la misma historia y no debo tratar de hacer literatura con lo que es
la realidad, esté donde esté. México o Campeche, Barcelona o París, Dzibalché o
Calkiní, el eje adecuado no es la vida literaria, los afanes de un provinciano
pretencioso y soberbio, sino la vida misma que vibra en el cuerpo y los
sentidos.
Me miro
desmontado de un personaje que fui construyendo con “la otra vida” que alguna
vez me insufló la ilusión de los sueños posibles. Casado, con una carrera
prometedora; pero no entendí los signos: luché contra sombras y reflejos cuando
solo debí cambiar los ritmos. Y lo veo ahora que estoy aquí, casi a fuerza
porque no encuentro la manera de cejar en mi empeño de solo hacer lo que quiero
como forma de trabajo y eso dificulta mi capacidad de movimiento. Eso me hace
estar como mi abuela, sentada en su silla, mirando la luz de la mañana en su
espectáculo sobre la pintura de los muros sudoros.
Estoy
quieto. Voy a mi casa, estoy limpiando el patio como un campesino ocioso y
desmemoriado. Y saco del monte los recuerdos de esa vida de la que te hablo y
se convierten en árboles de bugamvillas que voy a quitar de raíz, algunos
piensan que para olvidar el pasado, aunque están tirando las bardas. Chapeo el
patio, tengo que arrancar zacate johnson, una plaga cuya raíz se hunde tan
profundo y crece tanto que no permite que nada crezca a su alrededor. Esas
raíces son como otra planta que se había apropiado de una gran pared de la
casa. Una hermosa trepadora –de hojas
rojas como el vino reposado, también sepias, como las fotos viejas- que, como
una dama interesada en mi casa, fue metiendo sus dedos gráciles entre las
grietas, por las ventanas, y subió hasta la azotea para cubrirla con un lecho.
Ayer que
terminé la parte más grande del patio descubrí que esa trepadora había
extendido sus raíces por todo el terreno, que tendría que escarbar cuando menos
quince centímetros para quitarla.
Pensé que
quien puso esas plantas ahí de alguna manera debía tener un reflejo en ellas y
es que son plantas cuyas raíces se afianzan, crecen pronto, ocupan grandes
espacios y siempre tienen varias posibilidades de retoñar. Salí a la calle,
caminé el fraccionamiento como cuando camino por las calles de Coyoacán,
mirando los frisos, perdiéndome en el aroma de las plantas sembradas en maceteros,
deteniéndome bajo la sombra de árboles que, como los gatos en la noche, pasaban
como utilería de segunda para escenografiar mi nostalgia por la ciudad. Me di
cuenta de que las plantas de los jardines no tenían un patrón definido, pero sí
vi que quienes preferían bugamvillas, como las que están sembradas en el patio
de mi casa, por ejemplo, tenían también trepadoras como las que agrietaron los
techos. En esa casa ajena, era una mujer que había elegido el mismo tipo de
plantas, o helechos que sobreviven en condiciones casi extremas, así que traté
de especular si las personas que vivían ahí tendrían alguna relación sutil con
las características de las plantas de su preferencia que, en este caso, eran
como las que estaban en mi patio, de raíces profundas y extendidas.
Había
otras terrazas en las que predominaban las plantas de raíces casi
superficiales, rastreras de hojas amarillas, helechos pequeños, trepadoras
verdes chillón con flores como sicodélicas trompetas. Entoces me pregunté si la
familia sería así, o nada más un poco kicht, por los colores y lo superficial
de las raíces.
Volví a
casa y decidí que no podía seguír dudando de hacer lo que tenía que hacer
porque no era un sacrificio ritual para conjurar olvidos sino una necesidad
para salvar la casa de esas raíces que comenzaban a mover las bardas y
fracturar ciertos muros; humedecer los techos y las paredes. Entonces me
pregunté si las raíces tendrían que ver con los seres humanos, si echar raíces
tendría que ver con algo así como enredarse con un lugar, con una persona, con
una vida, y si tal enredadera podría llegar a tener unas consecuencias tan
malas que tuviera que desprenderse de raíz.
Ya no
quise seguir imaginando nada porque vi que en otros tiempos hice algo así y fue
un error desprenderme de esa manera porque me desprendí de mi vida. Entonces
vine a comprender que mi falta de experiencia, que mi soberbia intelectual, que
mi éxito pasajero, no asimilado, que mi necesidad de muchas cosas emocionales,
también influyeron en la destrucción de lo que fue “mi vida” de ese entonces.
Yo me desgarré sin saberlo, me desmembré y me hice pedazos sin compasión,
también destruí el sueño de mi carrera y desde entonces caí en la oscuridad,
como esos personajes míticos que tienen que descender al inframundo para
cumplirse cabalmente en su papel. Pero todo eso era ya literatura, no tenía que
ser héroe de ninguna historia…
Las
bugamvillas son tan elásticas que si no las atacas en la forma adecuada, sus
ramas vuelven contra ti y pueden arañarte con violencia, ya me he lastimado el
brazo, las piernas y la espalda en mi tarea de aprender a dominar esas ramas
espinas mientras las corto a machetazo limpio.
Me
pregunto para qué hago todo eso si al final volveré a la ciudad, si no puedo
dejar la vida que me he ido procurando por una ilusoria vida renovada porque
nada queda de lo otro, lo que soy ahora es este que te escribe y extraña a sus
amigos, su casa en la montaña y sabe ahora que siempre habrá en esta tierra un
buen lugar para venir y estar tranquilo esperando el atardecer.
Con mi
saludo, el beso.