CRONICAS DEL FIN DEL MUNDO


Me acerqué a la poesía, a la belleza de sus cadencias y sus ritmos musicales, a las imágenes que podría evocarme, también a su condición de testimonio, de verdad absoluta porque alguien se sublimaba, porque alguien se entregaba al lector para ser devorado, para alimentar la esperanza o el odio de los demás, los viejos amores y los rencores que nunca se mueven de sus sitios y nos acechan como viejas lechuzas disecadas. Supuse, por leer a Baudelaire, que era natural la condición rebelde del poeta. Así tenía que ser yo, luchar para ir en contra de mi propia vida para luchar por los demás, hasta que conocí a alguno que otro poeta y me dije que eso no era mi camino.
            Ir contra mi destino era no negarle a los demás la oportunidad de ser suyo sino en la medida que yo mismo pudiera darme a mí mismo para que tuvieran lo mío y no a mí. Pero luchar por los demás como quisieron enseñarme mis maestros era algo más que salir a la calle a que te pateen el culo y te escupan la cara porque les propones el cambio y lo que la gente quiere es tierra y dinero, la posibilidad de ser como los que están en el poder.
            Además, no eres libre, no puedes romper con tus propias cadenas. Te controla tu mujer,  dependes de tu madre o de tus amigos, para estar bien. O como yo, que no puedo quitarme de encima las cruces que desde niño me enseñaron a llevar como un castigo, infringido por estar en el mundo. Tenía que estar sometido, atemorizado por una moral estúpida y primitiva. Tenía que vivir aislado y sin posibilidades de salir al mundo, como lo estaba mi familia, enclaustrada en los muros de la tienda de mi abuelo, o en los sueños de grandeza que naufragaron en medio de la rapiña y la locura.