Temprano por la mañana, al levantarme, inmediatamente descubrí una nube negra, venía desde las más insondables fronteras de mi universo interior. Arrastraba consigo piedras y gases, haciendo un ruido terrible, estruendoso. Era un sentimiento de que todo es nada, pero no llegó como una intuición filosófica, como una graciosa repetición de ideas manidas y hasta desechadas. Era un nubarrón que me tomó por sorpresa. Otra vez me tendió sobre mi interior con la certeza de que nada tiene importancia, de que nada importa, de que todo en el mundo es una farsa, lo humano.
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No supe qué hacer, apenas cubrirme, ponerme en posición fetal con la vana idea de salvarme. Pero no pude lograr mucho porque me arrastró esa fuerza, me golpeó contra las paredes de mi cuerpo y me revolcó en un remolino que hizo al paso por aquellos inasequibles farallones de huesos y músculos, húmedos de sangre y cubiertos de nervios, atravesados de un lado a otro por venas y ductos que no conozco hacia dónde llevan. Tuve que concentrarme en ello, pensar que sólo mi cuerpo era real, que las palabras son un vehículo y no tienen nada que ver con esas tormentas que de pronto me sacuden.
Pasaron los días, la tormenta siguió, se llevó un azul de cielo que solo eran palabras cursis, me quedé con oscuridad de los huesos de un discurso corrompido, cariado en sus muecas de anciano desdentado. Me quedé con el sonido del viento en los oídos, con las nubes de moscas que atraviesan todavía de mi lado izquierdo al derecho. Al final me quedé con la misma pregunta que un día me despertó: ¿quién soy?
Entonces supe que no era la misma pregunta, aunque se pareciera, ya sabía de mi cuerpo flagelado, de mi cuerpo maltrecho y violado por los demonios, de mi alma hecha materia en el cuerpo que las palabras de dios crearon en la tierra para que pudiera darme cuenta de esto, que soy y a qué pertenezco: universo santo, universo sagrado, universo violado, como yo mismo. Universo madre, universo padre, universo de una palabra: poema de un verso, verso único, universo al fin. Pero si ya lo sabía ¿por qué preguntar quién soy? ¿con qué finalidad repetir lo mismo? Es como un sonido, un om para conectarme celestialmente con el cosmos, con la unidad suprema de la que vengo como cualquier mortal de ojos vendados.
Esta pregunta no es nueva, claro, es la misma de siempre, la que articulé cuando perdí nombre, el tiempo y el destino construido por los falsos oráculos de falsos sacerdotes que levantaron el culto a un dios de falsos profetas.
Quién soy, pregunté el día que salimos de las tierras de los reyes, cuando comenzaron a matar a los que venían, a los que hablaban con dios, a los que viajaban a las estrellas para volver con más versos para el libro de los tiempos; cuando los guías perdieron la vida y nos quitaron el futuro. Cuando los asesinos preguntaron, cuando estuve frente a la espada que cortó mi cabeza para que no pudiera levantarme otra vez. ¿quién soy? Pregunté en boca de los verdugos y en mía respondí no sé, para negar a dios.
Pregunto quién soy y recuerdo las noches sobre cuyo paño negro los dioses tiraban la suerte haciendo estrellas. Ahí el escorpión, el cazador, el camino de los espíritus del cielo, la eterna pupila del halcón todo poderoso. Sobre la noche las palabras silenciosas, olvidándose en la memoria de los hombres equivocados. Quiénes somos, nos dijimos una vez, cuando no quedó nadie sino nosotros, con la verdad cercenada. Eramos unos cuantos quienes guardamos los pergaminos, las tablas, el significado más profundo de las cruces que nos habían heredado nuestros abuelos. Con ellas podíamos subir y bajar por los túneles del universo como alguna vez lo hicimos por las pirámides construidas con el barro hecho de sangre, con el sacrificio de los hijos sin nombre.
Del esplendor de oro surgimos, del reflejo del diablo en el rostro de Tth, de ahí mismo, de la vara de los magos, de la espiral abierta sobre nuestras cabezas por la voluntad creadora. ¿cuánto tiempo vagamos? ¿cuántas muertes tuvieron que servir para que comprendiéramos la verdad del verbo, el sentido de la conciencia despertada por los leones? Un día nos subimos a la espalda del cocodrilo, fuimos mutilados. Un día subimos a las faldas del cerro, fuimos vencidos por el viento negro, soplados de enfermedades. Caímos destruidos por los once señores y sus hechizos. Nuestros cuerpos se pudrieron, llenos de pústulas, de las pústulas salieron los olores del inframundo, de los olores nació el asco y el asco siempre se reveló ante los muertos en el rostro de los vivos.
Tuvimos que escondernos en los árboles, trepamos a ellos, nos construimos alas e intentamos llegar al cielo, llenos de escamas nos metimos al mar para incubar el principio. Con nuestra ausencia, el mundo quedó quieto, los desiertos que eran mares fueron secos, las montañas se tambalearon con el paso de la nada y todo fue quedando en suspenso, en calma el mar, en calma la tierra y no hubo ojos ni memoria que recordaran la visión del mundo en su quietud ni nadie vio cómo el agua fue subiendo y la tierra y el mar juntándose sin que nada más sucediera en el dominio de la nada que los demonios y los once señores coronaron tras la derrota de nuestros sentidos. Y ahí estuvimos, en el suspenso de lo inmovil, en el instante que quiso ser eterno y en él comenzamos a recordar lo olvidado en el momento de nuestra muerte que no era eterna sino descanso de la materia pudriéndose y transformándose mientras nuestra conciencia era dios y dios un hálito de vida que llegó de los confines del universo para hablar con los espíritus del agua y de la tierra, del cielo y de los lagos, para pensar en la claridad de las palabras, entre el verdor y el limo, en el agua, en medio del agua, las santas palabras para decir: hágase la luz, sea el mar, sepárense las aguas y que la tierra seque para que los hombres que habitaron los árboles y las partículas de agua y los granos de la tierra, surgan del maíz y de los colmillos de las serpientes, para darle de comer a los dioses con el fruto de su espíritu, con la conciencia de su gloria, de su divinidad. Entonces fue el primer día, el momento en que, en medio del olvido recordé la pregunta de quién soy y volvió la tormenta, el polvo, el caos, la destrucción, el principio y el fin. Así desperté y no pude sino caminar al mar para apagar en sus olas mis incendios.
Mientras ella dormía, plácida en su inocencia de hembra satisfecha.
Pasaron los días, la tormenta siguió, se llevó un azul de cielo que solo eran palabras cursis, me quedé con oscuridad de los huesos de un discurso corrompido, cariado en sus muecas de anciano desdentado. Me quedé con el sonido del viento en los oídos, con las nubes de moscas que atraviesan todavía de mi lado izquierdo al derecho. Al final me quedé con la misma pregunta que un día me despertó: ¿quién soy?
Entonces supe que no era la misma pregunta, aunque se pareciera, ya sabía de mi cuerpo flagelado, de mi cuerpo maltrecho y violado por los demonios, de mi alma hecha materia en el cuerpo que las palabras de dios crearon en la tierra para que pudiera darme cuenta de esto, que soy y a qué pertenezco: universo santo, universo sagrado, universo violado, como yo mismo. Universo madre, universo padre, universo de una palabra: poema de un verso, verso único, universo al fin. Pero si ya lo sabía ¿por qué preguntar quién soy? ¿con qué finalidad repetir lo mismo? Es como un sonido, un om para conectarme celestialmente con el cosmos, con la unidad suprema de la que vengo como cualquier mortal de ojos vendados.
Esta pregunta no es nueva, claro, es la misma de siempre, la que articulé cuando perdí nombre, el tiempo y el destino construido por los falsos oráculos de falsos sacerdotes que levantaron el culto a un dios de falsos profetas.
Quién soy, pregunté el día que salimos de las tierras de los reyes, cuando comenzaron a matar a los que venían, a los que hablaban con dios, a los que viajaban a las estrellas para volver con más versos para el libro de los tiempos; cuando los guías perdieron la vida y nos quitaron el futuro. Cuando los asesinos preguntaron, cuando estuve frente a la espada que cortó mi cabeza para que no pudiera levantarme otra vez. ¿quién soy? Pregunté en boca de los verdugos y en mía respondí no sé, para negar a dios.
Pregunto quién soy y recuerdo las noches sobre cuyo paño negro los dioses tiraban la suerte haciendo estrellas. Ahí el escorpión, el cazador, el camino de los espíritus del cielo, la eterna pupila del halcón todo poderoso. Sobre la noche las palabras silenciosas, olvidándose en la memoria de los hombres equivocados. Quiénes somos, nos dijimos una vez, cuando no quedó nadie sino nosotros, con la verdad cercenada. Eramos unos cuantos quienes guardamos los pergaminos, las tablas, el significado más profundo de las cruces que nos habían heredado nuestros abuelos. Con ellas podíamos subir y bajar por los túneles del universo como alguna vez lo hicimos por las pirámides construidas con el barro hecho de sangre, con el sacrificio de los hijos sin nombre.
Del esplendor de oro surgimos, del reflejo del diablo en el rostro de Tth, de ahí mismo, de la vara de los magos, de la espiral abierta sobre nuestras cabezas por la voluntad creadora. ¿cuánto tiempo vagamos? ¿cuántas muertes tuvieron que servir para que comprendiéramos la verdad del verbo, el sentido de la conciencia despertada por los leones? Un día nos subimos a la espalda del cocodrilo, fuimos mutilados. Un día subimos a las faldas del cerro, fuimos vencidos por el viento negro, soplados de enfermedades. Caímos destruidos por los once señores y sus hechizos. Nuestros cuerpos se pudrieron, llenos de pústulas, de las pústulas salieron los olores del inframundo, de los olores nació el asco y el asco siempre se reveló ante los muertos en el rostro de los vivos.
Tuvimos que escondernos en los árboles, trepamos a ellos, nos construimos alas e intentamos llegar al cielo, llenos de escamas nos metimos al mar para incubar el principio. Con nuestra ausencia, el mundo quedó quieto, los desiertos que eran mares fueron secos, las montañas se tambalearon con el paso de la nada y todo fue quedando en suspenso, en calma el mar, en calma la tierra y no hubo ojos ni memoria que recordaran la visión del mundo en su quietud ni nadie vio cómo el agua fue subiendo y la tierra y el mar juntándose sin que nada más sucediera en el dominio de la nada que los demonios y los once señores coronaron tras la derrota de nuestros sentidos. Y ahí estuvimos, en el suspenso de lo inmovil, en el instante que quiso ser eterno y en él comenzamos a recordar lo olvidado en el momento de nuestra muerte que no era eterna sino descanso de la materia pudriéndose y transformándose mientras nuestra conciencia era dios y dios un hálito de vida que llegó de los confines del universo para hablar con los espíritus del agua y de la tierra, del cielo y de los lagos, para pensar en la claridad de las palabras, entre el verdor y el limo, en el agua, en medio del agua, las santas palabras para decir: hágase la luz, sea el mar, sepárense las aguas y que la tierra seque para que los hombres que habitaron los árboles y las partículas de agua y los granos de la tierra, surgan del maíz y de los colmillos de las serpientes, para darle de comer a los dioses con el fruto de su espíritu, con la conciencia de su gloria, de su divinidad. Entonces fue el primer día, el momento en que, en medio del olvido recordé la pregunta de quién soy y volvió la tormenta, el polvo, el caos, la destrucción, el principio y el fin. Así desperté y no pude sino caminar al mar para apagar en sus olas mis incendios.
Mientras ella dormía, plácida en su inocencia de hembra satisfecha.