DANZAR EL VUELO



Con los ejercicios de estiramiento se aprovecha la energía de la nada como pesas ligeras, como burbujas gigantescas e invisibles para equilibrarlas en el aire. El inicio es una caída de cabeza, lentamente dejando que los músculos del cuello se doblen hacia donde las propias fibras y los juegos de tensión indiquen.
Mientras la cabeza comienza a girar, o pender como una piedra que cae en el vacío, el resto del cuerpo comienza a sentir la desintegración de la voluntad que lo mantiene de pie, en ciertas posiciones, haciendo determinadas tensiones. Así el cuerpo se va deshaciendo, como una gelatina.
Ese aflojamiento relativo -porque siempre hay un punto de tensión expuesto, en el que  está sustentado todo ese movimiento, previamente coordinado, pensado para ser así, de esa manera gelatinosa-, es el tocar fondo, en la caída el cuerpo comienza ya el ascenso, en la forma en que flotan los brazos, como alas recién nacidas, en que se siente cómo en el estómago nace un vértigo ante el vacío interior; ante el abismo imaginado al que nos estamos ya arrojando, está la ruta que hemos de seguir para levantarnos sobre aquel impresionante paisaje de mares embravecidos, de olas levantadas como pueblos furiosos, o como amantes obreros de la piedra.
Ya casi en el suelo, o tal vez desvanecidos sobre el piso, estaremos listos para levantar las piernas, lentamente, haciendo tensión con la parte baja del estómago pero sin hacer fuerza excesiva para no rasgar el fluido de nuestro campo energético.
En este parte del ejercicio es cuando nos damos cuenta de que flotamos, como se flota en la placenta. Flotamos y no importa sentirlo, porque ya no tenemos temor de estar ahí, plácidamente ubicados en el universo: flotando en el vientre de nuestra madre.
En estos momentos es cuando nos damos cuenta de quiénes somos, de cómo estamos en el útero del universo. Vemos cómo ha sido el discurso y la posterior acción de los humanos el responsable de tantos crímenes, de tanta sangre que ahora sedimenta los ríos y las lagunas, que más allá de lugares comunes es la sabia que corre por los viejos árboles, por las hojas de los encinos y en las castañas sangran en el otoño, ahora nosotros vamos a trascenderlo, vamos a correr los últimos cien metros, los vamos a nadar, los vamos a pasar volando.
En un segundo nuestro cuerpo comprende todos los estados por los que pasó hasta llegar ahí, al piso, a la sensación de las duelas de ese escenario, a la verdad del Nagual y del intento de que abajo hay gente que te está mirando, de que no estás solo y de que nadie te va a juzgar. Sabes que es posible que después salgan en silencio, sin abuchearte ni aplaudirte por tus contorsiones de gusano agónico, de serpiente anciana, de águila ciega y cansada.
Pero no es posible olvidar que la gente grita, y no razona, que agrede en aras de la verdad, aunque la verdad sea un pedazo de mierda del huyen hasta las moscas.
Nuestro ser interior comienza a liberar los temores más superficiales, la capa más débil de nuestra alma se estira tanto que se rasga. Y ahí estamos, sin poder dar marcha atrás, el hechizo está funcionando: nos levantamos sobre nuestros pies y con un impulso nos lanzamos al vacío, y caemos...
No es tan malo sentir el viento frío, el ruido en los oídos de aire que se escarcha a nuestro paso, como el águila, como la guacamaya, como el jaguar que alguna vez también defenestró el cuerpo en la oscuridad.
Estamos sintiendo el aire, las corrientes aéreas sobre las cuales vamos y aprendemos a controlar, con nuestras alas como timón.
Podemos hacer maniobras o simplemente ir con las plumas completamente extendidas, planeando sobre ríos y montañas, explorando cañadas o bajando hasta las lagunas de cristal en las que nos reflejamos con la luz del sol en esos solitarios parajes.
¿Hacia dónde vamos, hacia dónde nos lleva esa corriente invisible sobre la cual flotamos? Entonces llegan las palabras, como intuiciones de vuelo, como primeras escrituras de bitácora, pero es el miedo que hay que abrazar para no caer. Es sólo darse cuenta de lo que está pasando: volamos, sentimos de verdad el vértigo y la altura, la libertad en la que el mundo es trascendido porque nos alejamos de él, como en una alegoría de volver al origen, ese que no existe, que es el punto donde la eternidad se hace un círculo, eterna espiral.
Desde esas alturas es que aprendemos a reconocer nuestro tamaño y nuestra edad, nuestra desventaja frente al resto de la creación que armónicamente marcha hacia la muerte y la destrucción natural del universo, sin prisa, sin aprensiones, sin neurosis que provoquen lo que en nosotros ha hecho la conciencia del tiempo y el espacio en estos planos de la existencia.
Pero ahora somos pájaros, navegantes sin rumbo ni destino, existiendo ahí, en ese maravilloso y mágico viaje en el que, transformados en extraños y luminosos naguales, nos integramos al mundo de otra manera, fluyendo con sus energías motoras, con sus flujos diversos, con sus latidos.


Ahora solo queda seguir volando, hasta que sintamos el cuerpo restituido al mundo vertical, de cuatro lados y cuatro esquinas, hasta que podamos recuperar el cuerpo del Centro, para hacer las cinco partes en que estamos construidos, nosotros, los hombres verdaderos, los verdaderos cantores, cazadores, tacuatzines, se decía. Sea así la danza, sea así el verbo, sea así el vuelo. Así sea.