EL SUEÑO DE LOS VIDENTES

Los sueños pueden llevarnos por senderos inescrutables para nuestras ganas de conocer los misterios. Las imágenes nos revelan intuiciones de nosotros mismos, que no sirven para que ellos se cumplan, sino para que encontremos nuestro destino.

También nos conducen hacia la libertad, una que no tiene que ver con el afuera, con el mundo que se resquebraja ante nuestra mirada y que todos los días queremos curar con palabras, con actos, con esperanzas de que esto es el principio de la felicidad buscada desde que andábamos por los caminos oscurecidos por una tragedia que, insisten los mitos, volveremos a vivir como humanidad.

Y en la seguridad del mundo que hemos inventado a costa de los que no pueden siquiera soñar, es que ando como un pájaro de alas entorpecidas por el viento, cayendo más que volando, y ahora que despierto como de un letargo que recordaba ensoñaciones, me miro en el espejo con las canas que dije nunca tendría. Y no son ellas, su albura inocente de mis excesos y mis medidas, soy yo que no he sabido entender el paso del tiempo, que todo tiene su momento y que en esos momentos se hacen las cosas para que se realicen los sueños y entonces veo el asomo de una tácita derrota que no está en el escenario de mis afanes.

Esa derrota no es mía, es la de todos, la de vivir un país inventado, la de transitar por una realidad que es la necesidad de los que no quieren mirar más allá de sus narices para ver encima de qué nos cumplimos como gente de bien y de progreso.

Y veo entonces que no estoy ahí, en ese mundo de burbuja segura donde todo es posible de realizar porque se tienen a mano los recursos de la imaginación y las cosas del mundo para hacerlas; pero tampoco en el otro, en el mundo de la inseguridad, donde todos los días hay que nombrar como la primera vez las cosas, para que tenga algún sentido ir a trabajar diez horas diarias por unos pesos que apenas sirven para sobrevivir entre tanto discurso absurdo y ofensivo de bienestar y bonanza.

Atrapado en una zona de penumbra entre los dos, ando despacio para no perder la vereda que se abre en esa natural oscuridad de lo indeterminado. Así, insisto en mis sueños, unos a los que no había visto su origen, sueños que para cumplirse tienen que estar por encima del tiempo y los discursos, de las buenas costumbres y las seguridades que proporciona un dinero en el banco, o el trabajo que nos garantiza una vejez cómoda, más que feliz, porque entonces, sin hacerse, sin cumplirse, sólo veremos nuestros sueños soñados y no los vividos, que sólo fueron la ilusión de un futuro como premio al trabajo para estar tranquilos en una mecedora desvencijándose a la sombra de cualquier jardín, exprofeso construido para mirar cómo el tiempo se hace hierba y flores y árboles que pueden florecer dos veces al año diciendo siempre lo mismo: vivir, vivir, vivir.

Y aunque despojado de palabras juiciosas, es difícil andar por los días creyendo que todo está bien y que bastan los sueños para que las cosas funcionen, para que las cosas puedan hacerse en la medida que son creadas en la oniria del corazón.

Ahí entran las emociones, el respirar despacio, permitiendo que nada perturbe la serenidad precaria de inventarse la realidad para que el sueño se cumpla. Siempre el sueño, siempre lo que está aquí, a punto, pero que sólo son perturbaciones de una adolescencia que no se va, que no dejamos ir porque sería precisamente perder los sueños, las ilusiones que nos dieron una esperanza para vivir, cuando todo apuntaba a que el mundo sería libre, que nos cumpliríamos como un designio, y ya ves, no es algo de uno, es de todos engañarnos con que la vida es bella, aun en medio de la desesperanza disfrazada de buen ánimo.

Mi sueño no tenía forma ni medida, hasta que comenzaron los afanes de ser, de ser, de ser, y de ahí a tener, a llegar a donde llegan todos porque la vida del ser humano es de épocas y hay tiempo, como dice la Biblia, para todo, de nacer, de crecer, de amar, de odiar, de vivir y de morir. Y esa filosofía del sentido común se pervirtió cuando los sueños tuvieron que entrar a la bolsa de valores y comenzaron las calificaciones para ver si lo que eran sueños valía la pena de poner ahí afuera, en la realidad, y perdieron el sentido que tenían en un hombre común, que alguna vez hizo las cosas porque era bueno hacerlas y hacía bien al corazón. Porque entonces tenían que convertirse en trabajo y lo que era el gozo se transformaba en la cadena, lo que era la puerta de salida se convirtió en la reja del calabozo donde, hasta ahora, los sueños verdaderos se han recluido.

Y no es quejumbroso lo que digo, sólo una metáfora, alegoría de esos sueños que tienen que cumplirse a pesar de todo, de las voces interiores que todo el tiempo dicen que ya no es tiempo, que hay que madurar, que es necesario crecer, que esa no es la realidad.

Por eso hoy me pregunto con insistencia si los sueños en realidad no serían masturbaciones de adolescentes, formas de evasión de la realidad, fuegos fatuos de una etapa en la vida que sigue penando en nuestras existencias cada vez que creemos tener sueños para realizar.

También asumo que todo esto es palabrería que detiene el fluir de los sueños, la entrega total. Los sueños no se cuestionan, cuando se viven, se acepta la forma de su realidad y entonces es que podemos volar, que podemos andar bajo el agua, que se rompen todas las trabas y todos los candados que nos impiden realizarnos en el fondo de nuestro corazón.

Y eso es muy bonito como palabra, porque en el mundo de la realidad que nos ha tocado no existe la posibilidad de volar sin correr el riesgo de encontarse frente a la boca de una escopeta cargada de palabras razonables, de conminaciones, de advertencias felizmente amistosas para que se abandone el camino de esos sueños por otros menos riesgosos, por otros preparados para darse en la comodidad, en la seguridad, otra vez, de la realidad que nos construimos para no pensar que el mundo en realidad es hosco, ajeno a nosotros y que es mejor tener una vejez tranquila que una juventud en movimiento.

Y entre estas palabras me estoy moviendo, todo el tiempo guiado por sueños que sólo se cumplen cada vez que los narro, cuando la ensoñación me permite estar tranquilo en medio del tráfago, de la inseguridad del futuro, en un país que nos sigue vendiendo mentiras políticas cada vez con más cinismo, con más saña, con más ganas de terminar con el sueño de una patria donde todo es posible, hasta soñar despierto.

Pero este no es el tiempo de los revolucionarios ni los videntes, a esos siempre los matan, los sepultan vivos, los convierten en estampitas para que los niños que serán despojados de sus sueños puedan creer que los héroes son los muertos y a quién le importa ser uno de ésos. Tal vez por ello es que me subo todos los días a mi nave de los sueños y vagabundeo por encima de la ciudad y de mi cuerpo dormido, buscando una puerta para que no sean nada más el cinematógrafo donde paso horas apaciguando mi inquietud, mi incertidumbre y, sobre todo, diciéndome todo el tiempo que los sueños son buenos, que soñar no cuesta nada, que son lo que nos mueve en la vida, aunque salga de ahí y me encuentre de nuevo con aquellas palabras amables que invitan a la reflexión: ¿no crees que deberías buscarte un trabajo?