JEAN-PAUL, Y EL YO


Jean-Paul, descubrió su Yo. El Yo. Con su azoro ante las señales recibidas del cosmos por sus propios sentidos, el padre virtual del romanticismo alemán cierra el siglo XVIII con una estridencia más depurada y metafísica que el Strum un drang, en el que el Ser estaba integrado todavía al Espíritu y su natural, inmanente, sentido de libertad, expresado en el tono y la temática de un arte que, abrevando de la fuente primordial de la cultura occidental, refleja la vida y la búsqueda de sentido de una sociedad disipada y alejada de las raíces verdaderas que atan al hombre a la tierra y a los demás seres humanos.

El drama de una juventud que no conoció límites, que se formó en medio de una de las más violentas revueltas intelectuales y creativas que vivió la Europa invadida por el sacro imperio romano. El drama que conlleva la búsqueda de una identidad verdadera, el conflicto que surge al revisar los principios de conceptos como Nación, Estado, Sociedad, debido al avance del modelo imperialista-totalitario, homogeneizante; romanidad que supo engarzarse en la construcción del mito del dios de la nueva era de la Modernidad como el santo padre oficiante- sobre la diversidad de ciudades estados, de carácter feudal primitivo, y de ascendencia aria, gala, franca, hispana.

El Yo de entonces, era un delirio. El Yo soñador, el Yo perseguido por los metafísicos y los teósofos, por los francmasones y los iniciados en viejas tradiciones orientales.

El Kant que vio en América la esperanza del hombre nuevo, la posibilidad de una humanidad más digna que la que él mismo representa con tanta dignidad y decoro, alimentó los desdoblamientos de los románticos oníricos que, antes que los surrealistas, exploraron los linderos más cercanos del universo interior, se asomaron a las profundas cuevas de la memoria perdida, viajaron hasta la puerta de los hoyos negros del olvido. Siempre el sueño, siempre en el sueño el delirio de una tierra, de un pueblo, de unas letras nacionales. Pero siempre un individuo detrás del sueño.

Y ahí es donde se encontraron los hombres que hicieron el testimonio de una época en la historia de la humanidad en la que un pueblo levantaba un coro ensordecedor para trazar ante el mundo los claros linderos de un pensamiento, de un Espíritu, de una Actitud idéntica, identificación entre individuos mediante una lengua que expresa al Ser, al mismo Ser que se debate en los infiernos interiores y que al mismo tiempo saca de sí sus más profundas estructuras psicológicas, sus mitos personales, para poner en duda hasta la más mínima verdad inoculada en el lento condicionamiento social.

La libertad mistificada en ese ejercicio de desgañitamiento ontológico: Sturm und drang, después Goethe, Hofmman, Jean-Paul; rostros muy bien esculpidos en el mármol del verbo que, en Francia, convirtió el romanticismo en una "revolución literaria" que colocó a la obra por encima de todo, incluyendo al Ser que en alemania fue la fuente de toda lógica y todo caos, de toda creación y pensamiento. Alemania exaltó al Yo, al Ser, Francia lo condujo a la cárcel de la palabra, lo convirtió en verbo.