Los hechos literarios son hechos de la vida real que permanecen en nuestros recuerdos; solo con vida se pueden escribir cuartillas y más cuartillas creíbles, trascendentes como puede serlo nuestra mortalidad a paso de camello a través de la historia, mortal como la memoria. Deteniéndose a escribir es posible también parar la vida, mirarla como ajena a nosotros y tener motivos para la escritura.
Luego, obligado es el regreso a los días de todos los días, a las horas en las que llenamos el vacío con miradas que serán también escritura, los parajes en los que, convertidos en personajes, viviremos de nuevo. Pero si no hay vida, no hay fuerza literaria, la escritura es vacuidad y desolación, desértico testimonio de los sentidos ociosos.
Y la vida son los sentidos, el cuerpo, el camino por el cual andamos o erramos el destino; o lo encontramos. La vida nos depara lo que no imaginamos nunca para los libros que escribimos en los refugios del alma y tal vez entonces, cuando asumimos la vida, la palabra se pueda hacer canto, además de sermón o guía inútil por la oscuridad del presente, en el que se labran oráculos nunca ciertos e infalibles, con frases seguras, de quienes creen ver en los sueños las verdades de nuestra humanidad.
Y creyendo que miramos lo que está oculto a la vista, más allá de donde el cielo se hace orilla marina, punta de tierra en la curva del planeta, intentamos descifrar señales que no existen en el viento.
Convertidos en brujos, agitamos la pluma como varita mágica de la que no salen estrellas sino tinta que mancha, que ensombrece, que oculta la vida; tinta indeleble mientras no incineramos el papel en el que la eternidad es tan frágil como una hoja desprendida de su árbol.