La brisa de noviembre traía consigo el aroma pesado de los manglares mientras los albatros y las gaviotas competían con los pelícanos por los bancos de parguitos, que abundaban en las costas campechanas.

Han pasado ya tantos años que nos olvidamos de aquellas semanas en las que cosechamos camarones en las fosas donde ahora está el 20 de noviembre. 

El palacio federal era un vigilante de los sueños marinos del puerto, siempre adormecido. Todavía creíamos que algún día el platillo volador surcaría el cielo rumbo al infinito. 

Ahora nuestros recuerdos no saben volver a casa solos, los antiguos caminos se han convertido en avenidas ruidosas, sucias y mal diseñadas. Pero cuando se encuentran con los viejos rincones, con las tardes apacibles de antaño y sus sabores, la infancia se abre como una flor de aromas sutilísimos, que vienen de los roperos de cedro y caoba, de los cajones macizos de encino, donde se guardaron los símbolos de aquellos abuelos parecidos a dioses y que hoy son el vino de copas que nadie bebe.

Ya no está el jardín de la abuela, los patios de yerba levantada con su orgullo de árbol, la hiedra y el pica pica, custodios de reinos misteriosos, ocultos entre paredes derruidas. 

De ahí surgían los personajes de las historias de candelabros y cabos de vela, los ecos de las viejas casonas y sus murmullos salitrosos resbalando por los muros. 

Era el mar poseyendo todo, humedeciendo cal y madera, metal y tierra, haciendo oleaje en los herrumbres.